Millones de ojos blancos
nos guardan en la noche,
buscan cobijo por el
frio y los niños por fin callan.
Las estatuas ya se guardan, y sentadas en lugares misteriosos cuentan historias,
Lagunas de emociones sobre hierba húmeda y apoyadas en el muro se relajan.
En silencio los
parpados aterrizan hasta parar en seco,
Hoy ya no trabajan
en jordanas sin cobrar, y bajo el peso de las horas echan el pestillo.
Una tormenta en el
fondo de la garganta que se seca y a millones de lenguas enmudece.
Aguanta la dulzura
de la voz que cruje por un llanto lejano que, sin mano a la que aferrarse, se
deja llevar enloqueciendo en cada esquina.
Cristales cortantes
como alas de mariposa bajo el alma, horquilla que sujeta el molde de su cuerpo
y penetra con la fuerza del martillo
sobre el yunque en el corazón poético de cuento.
Hierros de buen
grado y ataviados en el fondo del volcán que se funden,
Masa candente y algo
fría donde el umbral de la inconsciencia ya no defiende a los culpables.
Y el oxido de aire
por pulmones sedientos del grito que no viene salvo el domingo por la tarde,
cuando el mundo es menos mundo y la luna ya no es llena.
Ese orgasmo que se
vuelve mortal en un colapso donde no hay pasos que seguir ni manuales para
empezar, el siniestro hermano menor de la desidia enmohecida.
Un sinsentido que a
veces está bien proponer, aferrarse a esa turba de caóticos enfermos y caminar
sobre una cuerda que no sabes a dónde va a terminar.
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